Con motivo del año sacerdotal me he zambullido directamente en la Regla de 1818, donde Eugenio expresa sus ideales del sacerdocio para los oblatos dentro del contexto del sufrimiento de la Iglesia agravado por los malos sacerdotes.
La Iglesia, esa hermosa herencia del Salvador que él había adquirido con el precio de toda su sangre, ha sido devastada en nuestros días de manera cruel…
En este deplorable estado, la Iglesia llama en su auxilio a los ministros a quienes confió los más preciados intereses de su divino Esposo, y son la mayoría de estos ministros los que agravan todavía los males de ella con su reprobable conducta.
El verdadero fin de nuestro Instituto es remediar todos esos males, corregir en cuanto es posible todos esos desórdenes.
Para alcanzar el éxito en esta santa empresa, es preciso primero buscar las causas de la depravación que hoy está haciendo a los hombres esclavos de todas sus pasiones.
Se las puede reducir a tres capítulos principales:
1. La debilitación, por no decir la pérdida total de la fe;
2. La ignorancia de los pueblos;
3. La pereza, el descuido y la corrupción de los sacerdotes.
Esta tercera causa debe ser tenida como la principal y como la raíz de las otras dos.
El remedio que Eugenio sugiere:
Para ello es preciso formar apóstoles que, después de convencidos de reformarse a sí mismos: Cuídate tú y cuida la enseñanza, recomienda San Pablo a Timoteo; sé constante; si lo haces, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan (1 Tim 4, 16). Y como hemos visto que la fuente verdadera del mal era el descuido, la avaricia y la corrupción de los sacerdotes, una vez reformados esos abusos, los otros cesarán. Tened sacerdotes celosos, desinteresados y sólidamente virtuosos, y pronto atraeréis de nuevo a sus deberes a los pueblos extraviados.
Nota Bene (Regla de 1818)