Después de su ordenación, Eugenio pasa un semestre como formador en san Sulpicio porque los Sulpicianos habían sido expulsados por Napoleón, y así los seminaristas mayores ordenados cogieron las riendas del seminario hasta que una solución más permanente fuera encontrada. Durante este tiempo Eugenio se está preparando (y también prepara a su familia) para su retorno a Aix. En este extracto de una carta a su madre, él muestra su claro entendimiento de sus responsabilidades hacia la Iglesia como sacerdote:
Le he advertido de antemano sobre mis intenciones a ese respecto, que son simplemente resultado de las obligaciones impuestas por mis deberes de estado.
Los sacerdotes de hoy no son como los abates de antaño; no somos sacerdotes más que para la Iglesia y por eso le debemos todos los instantes de nuestra vida.
Así, todo el tiempo que no fuera empleado en la oración, el estudio o el ejercicio del santo ministerio, sería robado a Aquél a cuyo servicio nos hemos consagrado por entero, conociendo bien toda la extensión de las obligaciones que nos imponíamos.
Por eso, no hay que imaginarse que a mi vuelta me dedique a hacer o recibir visitas, a cumplir eso que se llama las conveniencias del mundo, etc. etc. Nada de eso. Todo mi género de vida está previsto de antemano, y nada me hará cambiar, pues solo tomo resoluciones tras haberlas madurado ante Dios, tras haber reconocido que son buenas; luego todo queda dicho. Me llamarán salvaje, incluso grosero, si se quiere; todo me será igual con tal que sea un buen sacerdote. Los ejemplos de otros que me puedan aducir, lejos de doblegarme en mi propósito, no harán sino confirmarme más en él. Mi conciencia y Dios, ésos son mis jueces y la norma de mi conducta…
Carta a Madame de Mazenod, el 22 de abril 1812, E.O XV n.105