HABÍA CAÍDO CON EL SACERDOTE MÁS ESCRUPULOSO DEL MUNDO CRISTIANO

Después de pasar tres días haciendo una copia de las 200 páginas de la Regla él mismo,  Eugenio debía entregarla para verificación. Llegó con sus dos grandes manuscritos a la  oficina correspondiente en el Vaticano, no recibiendo mucha atención a su solicitud. Continúa su narración, con sentido del humor:

No sé si para ayudarme o para deshacerse de mí, me enviaron con uno de los secretarios que estaba absorto en sus escritos: él era, decían, el encargado de esa clase de cosas. Me acerco cortésmente y me muestra su despacho repleto de papeles; le compadezco por su excesivo trabajo y sin cumplidos le propongo ir a su casa por la tarde, lo cual no le conviene y prefiere darme cita para el día libre, es decir, el jueves a las 9 de la mañana.
A las 9 en punto llegué a su puerta; mi horca estaba ya preparada y, para ejecutarme, el santo varón había tomado sus precauciones; había rezado ya Vísperas. Comprende lo que ello me anunciaba. Había caído con el sacerdote más escrupuloso del mundo cristiano; a esto debí el ser atendido en un día, pero su delicada conciencia me hizo pagar usque ad ultimum quadrantem. Le habían pedido cotejar el manuscrito, y no me perdonó ni una tilde. Tomó mi copia mientras yo leía en voz alta el original; por mucho que corriera yo, me seguía con los ojos y la nariz, porque él no ve realmente más allá de su nariz, tanto en lo físico como en lo moral. Suspendió un instante mi suplicio para tomar café; quería a toda costa que yo tomara una taza con él; me resistí para no ocasionar más gastos que el de un vaso de agua que me resultaba indispensable; lo bebí poco a poco en la larga sesión de más de cuatro horas; en el curso de ella mi garganta perdió la elasticidad veinte veces, pero un sorbo de agua tomado oportunamente se la devolvía en seguida. Por fin, a la una y media gané la partida, pronunciando la última palabra de mi manuscrito, que poco faltó para que fuera la última de mi vida. Ello me costó, sin embargo, quedarme con la garganta inflamada el resto del día. Por la noche pude tragar saliva y todo volvió al orden natural

Carta a Henri Tempier, Febrero 27, 1826, EO VII núm. 227

 

“Algunas personas se afanan tanto en prepararse para los días de lluvia, que no disfrutan del sol de hoy.”    William Feather

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