EL PODER LIBERADOR DE LA PALABRA DE DIOS

“Están siempre dispuestos a responder a las necesidades más urgentes de la Iglesia mediante varias formas de testimonios y ministerios, pero sobre todo por la proclamación de la Palabra de Dios que encuentra su culminación en la celebración de los sacramentos y en el servicio al prójimo”  (Constitución 7)

El meditar sobre Jesús como el Camino, la Verdad y la Vida, invariablemente nos lleva a analizar la calidad de nuestras opciones de vida, nuestra fidelidad a la verdad y a lo que da vida.  Es esta reflexión y a la luz de la Palabra de Dios, lo que nos lleva al sacramento de la Reconciliación.

La predicación de Eugenio y de los primeros misioneros Oblatos, invitaba a un encuentro íntimo y prolongado con el Salvador que actuaba mediante el sacerdote como guía e instrumento de perdón y nueva vida.  El confesionario era el lugar de encuentro transparente entre una persona en su quebrantamiento y la misericordia sanadora de Dios.  En uno de sus primeros sermones, Eugenio da este mensaje, utilizando la imagen de un pecador atrapado en un pantano lodoso, que hace parecer que la liberación sea imposible:

“De la misma forma en que el predicador del Evangelio se entristece al ver a los pecadores hundirse en el terrible pantano de sus malos actos, atrapado y sin deseo de salir, tratan inútilmente todo lo que su leve caridad les inspira para hacer lo debido para volver al camino.

Finalmente, al ver su obstinada resolución de perderse, los predicadores hacen que las verdades más temidas hagan eco de nuevo en sus oídos. Se arman con el látigo de la Palabra santa e incrementan sus golpes hasta que al fin, con un gran esfuerzo, los pecadores salen del lodo y se liberan.

Es entonces que los ministros de Jesucristo, con los brazos abiertos, los abrazan junto a sus corazones y les curan las heridas, para tranquilizarlos”.  

(Instrucción en la Madeleine, predicada en Provenzal el cuarto Domingo de Cuaresma de  1813, EO XV núm. 115).

Ahora, que nuestra reflexión en la Palabra de Dios es un espejo donde nos miramos, es también una invitación para pedir perdón y recomenzar con la fortaleza de Dios en la gracia sacramental.  Como sacerdote por varias décadas, he tenido el privilegio de ser testigo del poder transformador de este sacramento en innumerables personas.  Es un medio de encuentro con Dios que aunque siempre disponible, es muy fácilmente ignorado.

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