LA CRUZ: ANTÍDOTO PARA EL AGUIJÓN ENVENENADO DE LA MUERTE

“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo aquel que cree, tenga en él vida eterna…” (Juan 3: 14-15)

El Evangelio de hoy (Juan 3:7-15) se refiere al incidente en el Libro de los Números 21:8-9, donde Moisés hizo una serpiente de bronce que se convirtió en un símbolo de salvación como antídodo al veneno de la serpiente. Jesús utiliza esa imagen para levantar la Cruz, símbolo de muerte, como antídodo para el aguijón envenenado de la muerte. La Cruz es la máxima revelación del amor de Dios y hace posible que todo el que crea tenga vida eterna.

Eugenio pasó en retiro el día previo a su oblación perpetua como Misionero, en octubre de 1818. En su diario vemos cómo se refiere al temor a la muerte, como cualquier persona. Es un pasaje extenso, pero muy valioso en estos días en que la muerte está tan presente.

No puedo entender por qué temo la muerte; si es simplemente el horror natural que inspira el pensamiento de nuestra destrucción, o si temo que el juicio de Dios no me sea favorable. ¡Cuántas veces he salido confundido de la habitación de los enfermos a los que visitaba!  Esa perfecta resignación, la apacible serenidad con que veían acercarse su fin, incluso los santos deseos que les hacían parecer demasiado largos los escasos instantes que les quedaban por vivir, todo eso me asombraba y humillaba a la vez.
¿Qué es entonces lo que me apega a la vida? No lo sé. Es cierto que soy demasiado afectivo con las criaturas, demasiado sensible al amor que me tienen y que las amo en respuesta a los sentimientos que me muestran; aun así, reconozco que no es por eso que temo la muerte hasta el punto de evitar pensar con profundidad en ella.
¿Qué es, entonces? No lo sé, lo repito. Siempre es verdad que no amo bastante a Dios, pues si lo amara más, sufriría por no poder tenerlo. Tampoco elevo con mucha frecuencia mi pensamiento al cielo. Me detengo solo a contemplar y trato de demostrar cierto amor a Jesucristo que permanece entre nosotros en su Sacramento, y no salgo de esta esfera, no llego más arriba; él está ahí, esto basta a mi flaqueza y no me atrevo a decir que a mi amor, pues aunque querría amarlo de veras, no lo amo mucho, sino poco. Soy tan vil que no me hago ninguna idea del cielo ni de Dios. Me detengo siempre en Jesucristo que está ahí, y me preocupo poco de buscarlo en otra parte, ni siquiera en el seno de su Padre. Ahí es donde estoy. Dios mío, ilumíname más. Con todo, no quiero dejar de amar, de bendecir, de dar gracias y de preguntar a Jesucristo que en su Sacramento mora en medio de nosotros. Lo demás, si Dios quiere, vendrá por añadidura pero me es necesario, conozco mis necesidades, ésta al menos.

Notas de Retiro, Octubre 30, 1818, EO XV núm. 148

Esto fue en 1818.  De ahí en adelante nunca temió a la muerte, pues sus ojos estuvieron enfocados en la Cruz y la Resurrección y la muerte nunca tuvo ya un aguijón para él. (I Corintios 15:55: ““¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?”)

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